sábado, 20 de marzo de 2010

LA “MISIÓN” EN EL SIGLO XXI





Parto. Voy a la China, Uzbekistán, Bolivia, Burkina Faso, Tuvalu o Groenlandia. ¿Qué voy a hacer allí? Incorporar en mí mismo la belleza, la grandiosidad, la originalidad, las fuerzas y las debilidades, los sueños y las amarguras de esos pueblos, y hacerlo para que la gente de esos pueblos perciba en sus entrañas que soy uno de ellos.

¿Por qué? Porque la humanidad es una sola. Porque no es posible que sigamos ignorándonos o que sigamos mirándonos como curiosidades, como extranjeros o peor aún como enemigos o simples oportunidades para negocios. No es posible que nuestras diferencias nos alejen unos de otros en lugar de acercarnos. Porque lo que por sobre todo importa es terminar, no con las diferencias, sino con las barreras. Crear vínculos de amistad y fomentar un espíritu de fraternidad universal, romper prejuicios y derribar muros de separación. Éste es el objetivo fundamental de la misión, el que para un cristiano o una cristiana, es la propia Buena Nueva de Jesús: tú eres mi hermano, tú eres mi hermana; somos de la misma familia, de la misma casa, del mismo pueblo; nos mueve la misma utopía, nos espera el mismo destino.

Me voy, por lo tanto, como portador de la Utopía… Pero no de una utopía entendida como un mundo ideal imposible de alcanzar, sino en el sentido del “Reino” que Jesús anuncia en su Evangelio, es decir, de un mundo ideal, sí, pero posible de alcanzar. No sólo posible sino ya en marcha. Ahora y aquí. Creer en ello, abrazarlo, definir su vida en base a esa fe constituye lo genuino de la vivencia y de la misión cristiana.

No voy como explorador, cooperante o simple turista que simpatiza con el mundo. Lo mío arranca de unas experiencias fundantes de la gran aventura humana, que sufrieron la prueba del tiempo y me han llegado a través de la Biblia. Experiencias medio míticas tal vez, pero cargadas de sentido para mí como ser lo de Abraham, de Moisés, de los Profetas y de Jesús y sus discípulos. Desde joven me he nutrido de esas experiencias que me han abierto el espíritu a las profundidades del ser y señalado un horizonte de luz para mi propia vida y la de todo el mundo.

Esas experiencias han desarrollado en mí la conciencia de formar parte de un cuerpo que abarca toda la humanidad y la trasciende, un cuerpo cubierto de heridas, por cierto, pero en proceso de curación. Un cuerpo real que incluye toda la materia, el polvo de las estrellas con lo que el hombre ha sido modelado; un cuerpo que lucha por vivir, por defenderse, por alimentarse, un cuerpo con miles de cicatrices de guerras, de cataclismos, de pestes; un cuerpo con todas las pasiones y todos los amores, todas las danzas, todas las canciones de la tierra, un cuerpo próximo aún al del animal de donde procede y que está habitado por la luz del espíritu, la chispa de la poesía… obsesionado por lo divino.
Un cuerpo aspirado por el gran Cuerpo que ha vencido al odio, a la bestialidad, a la muerte… Arraigado desde lo alto en un cuerpo reconciliado en el cual ya no hay más patrones ni esclavos, ni hombres ni mujeres, ni buenos ni malos, ni puros ni impuros, ni razas superiores ni razas inferiores, sino donde sólo caben la libertad y el amor.

Echo una mirada maravillada sobre la experiencia espiritual de otras culturas y las vinculo a la mía. Tiendo puentes…

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